jueves, 10 de febrero de 2011

Sol y abrazos y besos.

En el nerviosismo de la carrera que hizo del pozo de agua al caballo, se olvidó de su sombrero. Pensaba en eso mientras su bota buscaba frenéticamente el estribo para subir. Tuvo que distraer su mente del sombrero para ver dónde carajos estaba el maldito estribo y montar al caballo de una vez.

Empezó a oír disparos en el momento en que se dió a la fuga de aquel cruel y seco lugar. La sangre caliente le manchó toda la camisa y no tenía de otra mas que dejar que traspasara la tela y se le pegara al cuerpo. Con la velocidad le empezaron a dar escalofríos, perdía la noción de las cosas, la vista se le nublaba.

Llegó a casa quién sabe cómo, mareado y sin energía... pero sonreía. Empezó a reírse incontrolablemente mientras recordaba el susto que le pegó al viejo en el pozo. Tanto rió que el dolor de la herida iba amainando, mientras la sangre detenía su flujo. Lo volvería a hacer, si tuve la divertida de mi vida. Agh, tosió sangre y se esparció por toda la cama. Quería pensar en otra cosa que no fuera algo triste. Eso del humor afecta la herida, dicen por ahí. Seguía riéndose, en el silencio tan frío que liberaba su casita.

Los recuerdos le invadían. El pozo, su abuelo, cuando se peló de la casa, la vez primera que empezó a asustar gente, el pozo otra vez, carajo, qué vida. Al final de todo eso, como si la hubieran llamado, iba caminando -acercándose más y más a sus ojos- Mia. Toda blanca, pálida, sin vida, toda mía. Ah, cómo la extrañaba. Ah, cómo extrañaba su nombre y pronunciarlo... Mia, toda mía... Mía... Llegar y verla toda linda en la puerta, el sol pegándole derechito en su pelo. Esa sonrisa y ese abrazo y ese beso. Mia.


No pasaron dos horas para que algún curioso se detuviera en la casita del loco, a ver por qué dejó de reír.