¿Qué quería decir con aquello? ¿Era un adiós? O tal vez un capricho de ella (que
a fin de cuentas, éramos jóvenes aún). Se le daba el drama. Toda natural, como
actriz. Si no la conocieras dirías que sus lágrimas son reales y profundas.
Parecía como si se derritiera en llanto, acabando en el suelo, mejilla en el
piso, manos nerviosas completamente desarmadas, ojos rojos. Era un lloriqueo hermosamente estético. ¿Pero
qué iba a hacer yo? No soy de “unirme a la pena que le embarga a su familia por
esta dolorosa pérdida”. Sinceramente nunca he sido un apegado emocional, y no
iba a comenzar ahora, con aquella chillando como loca en el piso ese de mármol
tan precioso. Ella manchándose de lágrimas, y hundiéndose en la claridad de la
piedra trabajada que se iba mojando de sal.
Y como decía, no soy de mucha
sensibilidad. No le veo lo poético al asunto. Es de gente vulnerable y de
actores llorar. ¿Que qué hice? Me di la vuelta como robot y di pasos oxidados
rumbo a la puerta, volteando a verla dos, tal vez tres veces. Ridículo. Le
quitó dramatismo a mi partida. Pero ¡cómo no voltearla a ver si era una maestra
para llorar! Daban ganas de sentarse y disfrutar cómo aquello se desenvolvía y
se hundía entre la piedra, el agua y la sal, con un ritmo pausado y un vals de
fondo.
Porque la amo. No me importa su ridícula
actitud, no me importa su natural tendencia a lo hipócrita, no me importan sus
lágrimas tan amargas que buscaban camino hacia afuera. La amo tanto que volteé
a verla dos, o hasta tres veces. Subí al auto tan pronto tuve las ganas de
cerrar la puerta con fuerza.
¿Habrá sido un adiós? Ya ni recuerdo de
qué peleábamos. Jóvenes, a final de cuentas. Tan malo estoy de la memoria que
no sé cuántas veces la volteé a ver. Qué hermoso lloraba, Dios mío. Esos
chorros de agua corriendo de sus ojitos plateados y brillantes que me seguían y
se reflejaban en aquel piso. Qué lindo era el mármol.
Llego a casa, estoy cansado y no quiero
pensar en nada. Subió las escaleras con
andar pesado, rechinando rodillas y mandíbula. Oxidado se sentía. Olvidado.
Esos dos ojos que destellaban luz roja de a ratos.
Los chorros de agua salada marcaban el
paso. El lloriqueo daba ritmo. Ese hipar nervioso que iba acelerando la marea.
Goteras en su cuarto, goteras en su cama. Tres de la mañana y despierta sudando
frío a ritmo marcado. Vuelve a dormir.
Aquello
me sorprendió, debo ser sincero. No me esperaba tal reacción. Desperté en la
madrugada, sudando con un ritmo pausado tipo vals, levanté los ojos a la pared
y vi ese piso de mármol, ennegrecido por el mar de hipo y de suspiros actuados que
lo cubría. Cayó todo
aquello con un pestañeo y un chasquido rojo, y fue el fin del ritmo, fin de la
discusión.