Lo trajeron sin más. Sin decoro en
absoluto. Sin alguna clase de respeto hacia su condición de hijo único. Y él no
solía utilizar esa, su carta más fuerte, su comodín.
Los primeros días transcurrieron lentos.
Mirando; analizando sus comportamientos, sus manías... cualquier cosa que le
pudiera dar algún pretexto para echarlo de la casa. Pero vaya que eso era
complicado. Aquél no daba pie a malinterpretaciones de sus actos: Ayudaba a su
madre en la cocina; conversaba con el padre sobre la economía norteamericana; hasta
maullaba por las noches para ahuyentar a cualquier transeúnte. En fin, era todo
lo que sus padres querían de él como hijo único, pero gracias a sus
limitaciones físicas, le era imposible tomar su lugar como legítimo heredero de
la atención de sus progenitores.
Pasó el tiempo. Ya lo único que llenaba
sus oídos eran los aplausos de sus padres cuando aquél capturaba un ratón.
Todas sus risas estruendosas, mientras el pequeño cráneo del roedor tronaba
entre las fauces, lenguas y dientes, babas, ronroneos. Se imaginaba a él mismo
pisándole la cola y reía con voz queda.
Su egoísmo no le permitía pensar nada más
que “Misifús” (como le gustaba llamarle) era el origen del problema. Nada de
culpas-mías, ni de debo-mejorar. Lo que buscaba era un defecto en su
contraparte peluda. Se quedaba a espiarlo por las noches, aunque Misifús
estuviera al tanto de todo aquello. Éste se dedicaba a conversar con sus
padres, ya sea debatiendo sobre los puntos clave de la cumbre del G6 en Fráncfort o discurrir entre
la utilización de mantequilla o margarina en los pasteles. Su mejor ataque era
su mejor defensa. La táctica: ignorarlo. Proselitismo antes de ensuciar a su
hermano. ¡Pero qué educado lo tienes! ¡Caramba! Desearía que mi hijo fuera así
de limpio. ¿Y dices que se baña cuatro veces al día? ¡Por Dios! Podía escuchar
esto todo el día.
Estaba cansado de oírlo mencionar todo el
tiempo. Lo volvía loco su pulcritud. Su proceder entraba a lo más hondo de su
corazón y lo hacía pedacitos con sus finas y bien cuidadas uñas. Bastaba un
maullido para erizarle los pelos de la espalda y sentir un viento acalorado
subir desde sus piecesitos hasta la base del pescuezo. Misifús, sin intentarlo,
estaba calando en sus entrañas, y él lo sabía. Lo disfrutaba.
...
Se lo habían encontrado en una caja de
cartón. Una palabra en la tapa de la caja pulcramente escrita: Adóptame. Un
niño de dos años acurrucado en el fondo.
Diecinueve años después, aún no puede
suprimir un deseo de pisarle la cola a cada gato que se encuentra en la calle.
Se ríe quedamente.