martes, 1 de noviembre de 2011

Mármol


¿Qué quería decir con aquello? ¿Era un adiós? O tal vez un capricho de ella (que a fin de cuentas, éramos jóvenes aún). Se le daba el drama. Toda natural, como actriz. Si no la conocieras dirías que sus lágrimas son reales y profundas. Parecía como si se derritiera en llanto, acabando en el suelo, mejilla en el piso, manos nerviosas completamente desarmadas, ojos rojos.  Era un lloriqueo hermosamente estético. ¿Pero qué iba a hacer yo? No soy de “unirme a la pena que le embarga a su familia por esta dolorosa pérdida”. Sinceramente nunca he sido un apegado emocional, y no iba a comenzar ahora, con aquella chillando como loca en el piso ese de mármol tan precioso. Ella manchándose de lágrimas, y hundiéndose en la claridad de la piedra trabajada que se iba mojando de sal.

Y como decía, no soy de mucha sensibilidad. No le veo lo poético al asunto. Es de gente vulnerable y de actores llorar. ¿Que qué hice? Me di la vuelta como robot y di pasos oxidados rumbo a la puerta, volteando a verla dos, tal vez tres veces. Ridículo. Le quitó dramatismo a mi partida. Pero ¡cómo no voltearla a ver si era una maestra para llorar! Daban ganas de sentarse y disfrutar cómo aquello se desenvolvía y se hundía entre la piedra, el agua y la sal, con un ritmo pausado y un vals de fondo.

Porque la amo. No me importa su ridícula actitud, no me importa su natural tendencia a lo hipócrita, no me importan sus lágrimas tan amargas que buscaban camino hacia afuera. La amo tanto que volteé a verla dos, o hasta tres veces. Subí al auto tan pronto tuve las ganas de cerrar la puerta con fuerza.

¿Habrá sido un adiós? Ya ni recuerdo de qué peleábamos. Jóvenes, a final de cuentas. Tan malo estoy de la memoria que no sé cuántas veces la volteé a ver. Qué hermoso lloraba, Dios mío. Esos chorros de agua corriendo de sus ojitos plateados y brillantes que me seguían y se reflejaban en aquel piso. Qué lindo era el mármol.

Llego a casa, estoy cansado y no quiero pensar en nada. Subió las escaleras con andar pesado, rechinando rodillas y mandíbula. Oxidado se sentía. Olvidado. Esos dos ojos que destellaban luz roja de a ratos.

Los chorros de agua salada marcaban el paso. El lloriqueo daba ritmo. Ese hipar nervioso que iba acelerando la marea. Goteras en su cuarto, goteras en su cama. Tres de la mañana y despierta sudando frío a ritmo marcado. Vuelve a dormir.









Aquello me sorprendió, debo ser sincero. No me esperaba tal reacción. Desperté en la madrugada, sudando con un ritmo pausado tipo vals, levanté los ojos a la pared y vi ese piso de mármol, ennegrecido por el mar de hipo y de suspiros actuados que lo cubría. Cayó todo aquello con un pestañeo y un chasquido rojo, y fue el fin del ritmo, fin de la discusión.