“En el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo… Diga sus pecados.” Cuasi-mecánicamente, así logro sobrellevar
las confesiones. Así doy la bienvenida a cada hijito e hijita de Dios que llega
a contarme que se peleó con el cónyuge, que anduvo de víbora en un desayuno con
las amigas, que levantó falsos “…pero nada grave Padre, nada grave”. Alguno que
otro jovenzuelo precoz con el acento omitido y gallos en cada palabra que
sueltan con mucha pena… Prefiero no mencionar esos pecaditos de impureza. Y los
niños, ay, los niños con sus ocurrencias. Le pido al Padre que les dure mucho la
inocencia y que sigan viendo la vida con esos ojos brillantes y puros.
“Diga sus pecados…”
Y así la llevo, y voy rezando el Rosario
para no caerme dormido a veces. Me suelo confesar de la poca atención que le
presto al confesionario. El calor, el cuartito oscuro, sin aire, la sotana, los
pantalones, la camisa, las voces serias, tristes, calladas. Todo el mundo
conspira para que a la media hora yo esté moviendo el pulgar sin darme cuenta
que el Rosario cayó de mi mano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario